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Hoja de balance de Roma, se ve horrible.Hay, sin embargo, ¡un lado positivo!
ALGUNA VEZ, EL AUTOR Luigi Barzini señaló que Italia ha sido crónicamente inestable desde el 4 de septiembre del año 476 de Nuestra Era, fecha en que el caudillo germano Odoacro depuso al último emperador romano, Rómulo Augusto. Lo que Barzini quiso decir con su cínico, aunque atinado comentario, era que los extranjeros no debían preocuparse de los políticos marrulleros y corruptos o la sofocante burocracia del país, pues largos siglos de experiencia habían aguzado el instinto de supervivencia de los italianos, amén de su capacidad para prosperar con chanchullos y ardides. No obstante, al cuestionar la capacidad de Italia para financiar una deuda pública acumulada de mil 900 billones de euros (119 por ciento del PIB), los extranjeros no pueden menos que echarse a temblar de terror. Sobre todo porque, recientemente, los mercados de bonos comenzaron a elevar el costo de los préstamos italianos a niveles que, de mantenerse, harán realidad las peores pesadillas de la comunidad internacional, ya que cada punto porcentual de interés incrementa el costo del pago de la deuda italiana en el equivalente al 1 por ciento del PIB nacional. Este espeluznante giro es consecuencia del perjudicial estancamiento entre la alemana Angela Merkel y el Banco Central Europeo, en cuanto a la mejor manera de resolver la evidente insolvencia de Grecia sin declararla en bancarrota —misión imposible que, con inquietante facilidad, podría convertir un problema relativamente manejable en una catástrofe sistémica, en especial si consideramos que la economía italiana (mil 700 billones de euros) es la tercera más grande de Europa, demasiado grande para permitir que fracase. A decir de todas las estadísticas (excepto tres) que dictan el criterio de los mercados, nadie entiende por qué Italia se encuentra en el banquillo de los acusados, en vez de España. Sin importar cuán impresionante sea la deuda pública total italiana, la cifra es apenas un poco más elevada de lo que ha sido en varias décadas y encima, más de la mitad del monto se financia con el alto nivel nacional de ahorro privado. Asimismo, Italia tiene la fortuna de contar con un ministro de finanzas (Giulio Tremonti) que peca de tacaño y que, en 2008, declaró sin ambages que el país no tenía dinero para gastar en estímulos , aun cuando siempre se ha regido por la premisa de mantener excedentes en el presupuesto primario. En pocas palabras, la banca italiana está mejor capitalizada que la española, el país no ha tenido una burbuja de bienes raíces y, aunque con grandes diferencias regionales, el desempleo general es de sólo 8 por ciento contra el 21 por ciento español. Las otras tres acusaciones que pesan sobre Italia son, primera, que su economía apenas ha crecido en los últimos 20 años; segunda, que en la década transcurrida desde el lanzamiento del euro, su competitividad se ha desplomado, elevando el costo laboral por unidad a un pasmoso 31 por ciento; y tercera, una población añosa. Sin crecimiento, Italia no podrá reducir la carga de su deuda pública y si no mejora su productividad, su crecimiento jamás repuntará. Con todo, las dos primeras estadísticas funestas —de hecho, todas las estadísticas sobre Italia— deben ser analizadas con el mayor escepticismo posible. Los días dorados del “milagro” italiano de la posguerra, cuando el crecimiento marchaba a un paso de 10 por ciento, no volverán a repetirse, ya que no hay manera de reproducir aquella excepcional ganancia de productividad ahora que los agricultores de subsistencia del mezzogiorno austral han migrado al norte en busca de empleos industriales. Y sin embargo, hay buenas razones para que el país no se “sienta” tan pobre como sugiere su mísero crecimiento. La primera es que los italianos están generando mucha más riqueza de la que permiten hallar a la ubicua policía fiscal de la Guardia di Finanza. El cálculo oficial del tamaño de la economía negra es de 16 por ciento, pero 27 por ciento podría ser una cifra más aproximada a la realidad, debido a que el gran sector gris de trabajadores de empresas familiares (sobre todo en el sector de servicios) declara sólo una parte de sus ingresos. Renueve su casa y encontrará un ejército de obreros dispuestos a cobrar una fracción del valor real del trabajo realizado —eso sí, pago en efectivo. Otra razón es que la productividad en gran parte del descomunal sector público italiano es ínfima, y muy pobre en el protegido segmento sindicalizado del mercado laboral (problema que empeora con el desvergonzado ausentismo de trabajadores que nadie puede echar a la calle). Aun cuando Italia tiene impresionantes multinacionales como Benetton y Finmeccanica, brillantes empresarios como Sergio Marchionne, y una base industrial que sigue ocupando el sexto lugar mundial, los exportadores italianos están perdiendo participación de mercado incluso en la floreciente Alemania —históricamente, su mercado más importante. En contraste, si busca un electricista de emergencia no sólo lo encontrará casi de inmediato, sino que el técnico realmente corregirá el problema y lo hará con más rapidez y de manera más confiable que sus colegas franceses o británicos. ¿Cómo es posible que esta impresionante eficacia privada (y disponibilidad para trabajar largas horas, incluso en dos empleos) pueda coexistir con grandes ineficacias estructurales? Fácil: la supervivencia en el sector no sindicalizado de Italia, sobre todo en el mercado negro, depende de la eficacia. Incluso la productividad de la corriente económica principal es más esperanzadora de lo que fuera a principios de esta década. En un reciente informe, el Banco de Italia anunció que las empresas medianas están implementado extensas reestructuraciones y manifiestan una nueva disposición a expandirse en operaciones extranjeras. Por último, aunque el envejecimiento poblacional es innegable (igual que la tenacidad con que los obreros de más edad, sobre todo profesionales, impiden el desarrollo de talentos jóvenes), la creciente inmigración está compensando el problema. Siete por ciento de la población italiana actual está compuesta de extranjeros (contra 1 por ciento hace sólo 20 años) y aunque los nacionales protestan sin cesar, la invasión exterior proporciona mano de obra a las granjas del sur, las fábricas del norte y los sectores de servicios. Y encima, una de las reformas más notables del gobierno de Berlusconi ha repercutido directamente en las pensiones y la edad de jubilación, que ahora está indexada con la expectativa de vida. Lo que queda es el inmemorial talón de Aquiles de los italianos, su clase política –concepto que el mundo entero resume en dos palabras: Silvio Berlusconi. En honor a la verdad, la posguerra italiana ha tenido gobiernos mucho peores que el de este libertino que, metido hasta el cogote en escándalos financieros y sexuales, no sólo es una vergüenza para el país sino una decepción, a punto de concluir su tercer período (electo por arrolladora mayoría), el magnate convertido en político poco ha hecho para cumplir sus grandilocuentes promesas de liberar a la nación de un gobierno disoluto e inepto. Y no obstante, como demostró la reciente aprobación de un presupuesto de emergencia, Italia está más próxima a volverse gobernable de lo que estuvo hace 17 años. En aquellos días, la Primera República de la posguerra colapsó bajo el peso de la corrupción institucionalizada, valuada en casi 7 por ciento de la riqueza nacional y desnudada por la investigación tangentopoli (ciudad sobornos) —que obliteró a los dominantes partidos Cristiano Demócrata y Socialista, y puso entre rejas a incontables políticos y empresarios. Surgido de aquel pantano, Berlusconi canalizó el descontento público en un movimiento de centro-derecha que, con verrugas y todo, sacó a Italia de un nauseabundo marjal de caprichosas coaliciones para encauzarla por el camino de algo parecido a un sistema bipartidista que ofrecía alternativa a los votantes. Pero muchos italianos argumentan que la “alternativa” aún consiste en una monstruosa colección de chupasangres y otras bestias. Y “monstruoso” no es un adjetivo caprichoso. Según cálculos, las nóminas de los partidos políticos registran alrededor de 450 mil personas que se dan la gran vida a expensas de los cuatro niveles del gobierno electo: nacional, regional, provincial y municipal. En la cima hay 630 parlamentarios y 315 senadores que ganan un promedio de 140 mil euros anuales, acumulan pensiones con cada sesión parlamentaria a la que asisten y disfrutan de cerca de 12 millones de euros en atención médica y dental gratuita (por no hablar del servicio de peluquería del Parlamento). Amén de los viajes sin costo en aviones y trenes, las prebendas incluyen acceso a una flota gubernamental de 30 mil autos con chófer —vehículos dotados de luces azules para evitar el tráfico y cuyo mantenimiento tiene un costo de dos mil millones de euros al año. No menos oneroso es el sector público que, a cambio de sueldos y salarios que consumen casi 14 por ciento del PIB, recompensa al electorado italiano con educación secundaria mediocre, universidades de tercera, la lotería que es el servicio médico público, y una burocracia adicta a los permisos y que, aparentemente, tiene la función de impedir todo lo posible y entorpecer todo cuanto no pueda impedir. Las finanzas italianas mejorarían de manera radical si se eliminara la totalidad del casi totalmente inútil nivel provincial del escalafón gubernamental. Un ejemplo: los salarios del gobierno provincial de Perugia, en Umbria, consumen más de 90 por ciento del presupuesto asignado. Sanguisughe (chupasangres), apasionada denuncia donde el reportero Mario Giordano describe los privilegios de los políticos y las cabezas del putrefacto sector público y los monopolios estatales italianos, fue el libro mejor vendido de este verano, incluso antes que los mercados de bonos obligaran a Tremonti a tomar medidas de emergencia que, con miras a equilibrar el presupuesto para 2014, incrementan los impuestos, y recortan las pensiones estatales y el gasto en educación y salud —todo, con la flagrante omisión de obligar a los políticos a compartir, siquiera con un centésimo, el sufrimiento de los electores. Italia entera, desde los recogedores de basura hasta la élite empresarial, montó en cólera y Emma Marcaglia, presidenta de Cofindustria (federación de empresarios), se alzó como portavoz de la nación al declarar con patente acritud: “No podemos permitir que gran parte del país haga sacrificios que una pequeña parte no hace”. Italia no es Grecia y bastarían unas cuantas reformas básicas para ponerla nuevamente en marcha. En 2003, el gobierno aprobó leyes que abrieron los mercados laborales y estimularon al pueblo a integrarse a la economía formal sin hacer mención del pasado, pero hacen falta más. Es urgente eliminar obligaciones absurdas en transacciones triviales, como el requisito de recurrir a un costoso notario para vender un coche usado al vecino; es necesario sacudir a los mimados carteles profesionales y decretar impuestos más equitativos y simples; hay que privatizar los monopolios estatales y reformar el sistema judicial, cuyas demoras abruman a empresarios italianos y extranjeros. Todo eso prometió Berlusconi, por tercera vez, en 2008 —cuando también hizo la promesa de poner freno a los privilegios de la clase política, esa misma clase política que él ha utilizado para ampararse. El gran Luigi Barzini, quien en vida bromeara sobre sus múltiples pensiones, se mostró demasiado complaciente ante la egoísta corruptibilidad de los políticos italianos. Craso error, porque actitudes como ésa acaban con el respeto a la autoridad —un respeto que, por mínimo que sea, es indispensable para el funcionamiento de los estados modernos. Sin duda fue muy atinado al describir la adaptabilidad de los italianos. Sin embargo, no hay que olvidar que alguna vez se levantaron en armas contra Roma. Righter es editora asociada de The Times of London. |